LA VENGANZA DEL COJO

José Miguel Alvear

1965


-         Pero eso no mamá… ¡no! A mí puede decirme lo que quiera ¡pero a usted no! Que me insulte, ¡pero no a usted! ¡No madre!

-         ¡Calla y entra!

-         No quiero entrar, aquí estoy bien… estoy bien madre. Un poco borracho, pero así me gusta. ¡Solo así le grito a la gente y también a esa tonta!

-         Cállate. Son las tres de la mañana, vas a despertar a todo el barrio.

-         No me importa, yo soy macho, ¡bien hombre aunque sea cojo! ¡Por el infeliz ese! ¡Me dejó cojo!

-         Entra Luis.

-         Me dejó cojo, continuó casi llorando, ya no sirvo para nada… ¡cojo! Pero cuando le encuentre, le juro madre que ¡le mato! Si…

-         ¡Calla por Dios!

-         …. Le mato. Le juro.  Y un fuerte sollozo pone fin al diálogo.

    Palabras entrecortadas se mezclan con gritos. Ayes y lágrimas, se hielan al viento. La endeble puerta se cierra y la calle sola, sin luz y mustia, queda inmóvil.

      Esto ocurre con frecuencia. Hay un zapatero, Luis Herrera que sale en las noches -no todas- y vuelve beodo, hablando en voz alta… ¡y solo respeta a su madre! Se pone a trabajar todos los días apenas clarea el alba. Se sienta en una silla chiquita, de esas para niños y desde allí mira afuera cuando alguien pasa. A su lado, zapatos y herramientas en desorden.

    Trabaja canturreando muy bajo. El pelo, demasiado brillante, le cae por la frente. Sus manos, su cara, su camisa están siempre iguales: sucias. La barba obscurece su tez. Que distinto se le ve los domingos, cuando sale afeitado y limpio del brazo de su madre. A veces se cuida y se afeita, dejando un delgado bigote sobre los labios carnosos.

      A cada momento afila el cuchillo. Primero lo mira por sus dos caras, después toca lentamente su filo… le aprieta fuerte a la chaira y le restriega muchas veces, de un lado y del otro, veloz, como si cada sonido fuera un latigazo sobre su espalda y él quisiera hacerla sangrar. Se encorva, frunce la cara, oye esos ssshas…ssshas, con cierto placer. Su frente se baña de brillo.  Aprieta los dientes con furia. Escoge un zapato y lo sujeta contra el pecho. Pasa luego el cuchillo y da cortes rápidos, precisos, sacando virutas de suela.

-     Luis.

-     ¿Qué mamá?

-     Has ofrecido ya tantas veces y nunca cumples, igual que tu padre.

-     El viejo porque es vicioso, yo porque necesito.

-     ¡No le trates así! ¡Nadie tiene necesidad de beber!

      Dando un saludo a medias entra el padre de Luis, un viejo alto, canoso. La palidez de su cara hace resaltar más los ojos enrojecidos. Ana, la madre le sirve una taza de café y éste contesta su saludo con un gesto expresivo, a la vez que reclama:

-         ¡Vea la cantidad de zapatos que están amontonados!, para enseguida añadir: tengo hambre Ana, dame pan.

   Ana volteándose y cuidando el tono de su voz insiste a su hijo:

-         Gastas todo el dinero que ganas en tus borracheras.

-         ¡No me sirve la plata y no bebo demasiado!

-         Tu hermano no tiene una camisa buena, ni hay otra para achicarla. Ayer vinieron los dueños de casa a quejarse, que es un escándalo, que…

-         ¡Que no me fastidien, a ellos que les importa! -responde airado- Pero usted me dijo que solo había venido ella, la Ángela… Otra vez que moleste, no sé que voy a hacer.

-         Para que te metiste con ella, …

-         ¡Ya va, otra vez…!

-         Si, ya tienes veintiséis años. La madre de esa me ofende, cada vez que ustedes se pierden. Y los hermanos que tiene, ¡te pueden hacer algo!

-         Qué me van a hacer esos maricones. Anoche me vieron borracho, les provoqué ¡y no dijeron nada!

-         Y ella… al fin y al cabo es una muchacha.

-         ¿Y qué? Si tiene la culpa, yo no la arrastré, se fue conmigo rapidito y con la sonrisa en los labios, aunque soy cojo…

-         ¡Calla! ¿Y ahora que vas a hacer con la Ángela?

-         ¡Nada! Que siga viviendo como antes y no nos moleste. ¡Además no está encinta!

      Ángela quiere ver a Luis, pero tiene recelo, sabe que le gritará por haber hablado a su madre y es que Ana le hecho toda la culpa y no era justo. Le acusó con palabras feas: que no tenía oficio, que deje en paz a Luis y ella lloró y le gritó…

      Siempre observa desde su puerta a la tienda de abajo, pero Luis no sale. Todas las noches se acuesta vestida y espera, como hacía antes. Luis silbaba y salían a la puerta, después se iban a la esquina, allí Luis le tomaba de la mano y entre ruegos, palabras cariñosas y negativas apagadas entraban a ese zaguán, “solo un ratito”, “si Angelita”. Le besaba, le abrazaba, casi ni hablaban; luego subían muy despacio y se despedían. Ahora Luis no viene. El sale solo, regresa muy tarde… y bebido. Antes se iba con sus amigos a jugar o a beber, pero nunca donde mujeres, se lo había asegurado: “nadie quiere a un cojo” decía él. “Mentira, ¡yo te quiero!”

    Por fin el domingo siguió a Luis hasta el parque:

-         Lucho

-         ¿Qué quieres?

-         Como has cambiado. Me ofreciste matrimonio y ahora no quieres ni verme, Lucho, estoy desesperada.

-         Ve Ángela, no hagas problemas, no puedo casarme porque no tengo dinero; tal vez después de unos meses que ahorre y venda todos los pares de zapatos que hice. Además, primero tengo que terminar un asunto… antes de casarme.

-         Pero Lucho, ya olvídate, van a ser ocho meses y sigues pensando en lo mismo.

-         Y he de seguir, ¡hasta que le encuentre! -gritó- ese desgraciado me dejó cojo ¡y tengo que hacerle lo mismo por lo menos! Para que sienta lo que es no poder caminar.

-         Tú si puedes caminar, el doctor te dijo que debes hacer mucho ejercicio para andar normalmente. Deja ya esas ideas terribles, ¡imagínate lo que podría ocurrir si le matas…! ¡no!. Ni siquiera sabemos donde está ese tipo, mas bien casémonos y vamos a otra parte,  a Guayaquil, donde mi hermano.

-         ¡No! No quiero casarme porque a mi hijo le dirán: “tu padre es un cojo…”

-         ¡Peor sería que le digan: “tu padre es un criminal”

-         Bueno, no molestes. No quiero casarme eso es todo. ¿No estás embarazada no?

-         No sé.

-         Mejor sigamos como antes…

-         ¿Hasta cuando?

-         No sé, hasta que pueda casarme.

-         Por lo menos ven a verme, no bebas tanto, empieza ya a ahorrar.

-         Tu familia me disgusta, por eso no voy a verte y además, no bebo mucho. Bueno, hasta luego.

-         ¡Lucho! No me dejes, me siento enferma, angustiada, ¿Qué hago?

-         No salgas de tu casa, ya te he de silbar.

      Y se retira, dando saltitos con la pierna izquierda para después apoyar la derecha, tiesa y lenta como un leño. Llega a la tienda donde unos amigos quieren jugar y le invitan.

-     Este momento voy a segundear uno dos pares -contesta- pero en la noche vengan acá y jugamos.

      Allí se reúnen y reparten las cartas. Han llevado licor y empiezan a reir, comentando sobre los recortes de desnudas que adornan el taller, calificando en voz alta las jugadas. Recuerdan que el “negro”, como apodan al más joven del grupo, se fue unos días a la costa, “se va a quemar más con ese sol ardiente…”, bromean.

      Un color azul grisáceo, tiene el cielo cuando amanece. Parece el fondo de un inmenso pozo invertido. En las calles el viento se desliza perezoso, con los movimientos propios del que acaba de despertar. Todo ocurre al mismo tiempo: la noche se escapa llevándose el silencio y se oyen ya los ruidos, las pisadas, el trinar de los pájaros, las graves campanadas y en la tienda del zapatero, unos golpes secos, violentos.

      Luis ha empezado a trabajar. Deja el martillo para abrir ligeramente la puerta y la atranca con el “pie de fierro”. Echa una mirada allá arriba, a donde vive Ángela y vuelve al banquillo.

      Otro día, todos iguales. Trabaja, canturrea, golpea con furia, pierde la mirada en cada golpe, empuña el cuchillo y le sujeta firme…

-         Maestro, el cambrión…

-         Maestro, corridas y tacos…           

    Los pone a todos juntos y sigue con el mismo hasta acabarlo.

-         ¡ Negro!, que sorpresa, ¿ Cuándo llegaste? .

      Sale a la puerta, ríen, conversan del trabajo y del dinero, de las buenas zapaterías de Guayaquil, de la “pasta” que usan allá.

-   ¡Adivina a quien le vi en la “bahía” de Guayaquil…!

     Luis enrojece súbitamente. Crispa las manos y se yergue, pregunta dónde mismo está, que hace, ¿hablaste con él?, ¿será que viene a Quito?

-         No sé, no sé,…

     Se encierra en un mutismo sórdido el resto del día. Golpea con más furia, los ojos ensangrentados le brillan como brasas chisporroteantes, afila el cuchillo y arranca las costuras de un tirón.

     En la noche cuelga en su cuello la bufanda y sale. La cantina. El rincón de siempre algo alejado y la obscura mancha en la pared, allí donde apoya la cabeza. La mesa despintada olor a trago fermentado. Pide la botella, apura el primer bocado, siente el ardor en la garganta y absorbe aire para apagar el fuego, cierra los párpados hasta humedecerlos y oprime el vaso paulatinamente.

    Allí pasa las horas, los comensales ya le conocen y ni le miran. El puede creer que observan su pierna (como antes)  y armará la bronca. Se sirve el líquido con mucha calma, mira fijamente como va llenando el vaso hasta derramarlo pero se detiene solo cuando sus dedos se mojan. El piensa en otras cosas, o mejor, recuerda otros días.

    ¡ Que bien se llevaban los tres…!, el negro, Luis y “ese” infeliz …Aquella noche se dejó llevar por el instinto. El negro no quería pero él mismo le obligó y fueron a visitarle a “ese”. Había una mujer atractiva, brindaron juntos y se sonreían. De pronto los gritos, los insultos, la lucha cuerpo a cuerpo; el negro no pudo separarlos y ella corrió calle abajo. Inesperadamente, el alarido de dolor. El cuchillo largo, la “hoja de vitrola” que desgarraba el muslo, la sangre corriendo por el suelo mezclada con licor y ceniza de cigarrillos. El negro persiguiéndole a “ese” pero sin alcanzarle; la vista nublada, la huída, el silencio…Despertó en el suelo, sobre baldosas sucias. Las rejas y la bufanda, cual torniquete en su pierna, manchados de sangre…

    Ya no siente el ardor del licor en su boca, ni de las lágrimas que han dejado en sus mejillas senderos brillantes. Bebe la última gota y solloza desconsolado:

-   ¡Me dejó cojo…!, ese…me dejó…¡cojo…!

   Puño y vaso se estrellan contra la tabla, la botella tambalea, está vacía. En el interior de la cantina todos hablan en voz alta, gesticulan, palmotean. Hay mucho humo. Apenas se escuchan los versos de la canción: “…en mi vida eternamente la tormenta arreciará…” y nadie pone atención. Tampoco les interesa el zapatero cojo que se embriaga en una esquina.

   De pronto llega su madre, pálida, jadeante

-  Luis, Luis… ¡Ángela está encinta…! Acaba de avisarme, hoy le ha visto un médico…!

    Luis levanta la cabeza y se esfuerza para clavar en el rostro de Ana sus ojos vidriosos. Su expresión indica que ha comprendido todo y está admirado.

-   Salgamos Luis. ¿Qué vas a hacer?, esto es terrible, vamos.

    Después de una larga pausa logra ponerse en pié y parienta a su madre por los hombros.

-   ¿Qué pasa mamá?, no importa, -contesta pronunciando con dificultad cada palabra- tengo que casarme, ¿no es cierto?...pues me caso…y me voy a Guayaquil…allá tengo que hacer… ¡tengo bastante trabajo…!

    Empieza a caminar hacia la puerta apoyándose en el mostrador, en su madre, deteniéndose repetidas veces para repetir con un rictus sardónico:

-   Si madre…me caso y me voy a Guayaquil…já, já, já, es lo mejor…para todos…já, já, já.